Uno de los consejos que más me cuesta aplicar de cuantos he recibido como escritor novel es, precisamente, uno de los más útiles. Incluso, a veces, parece casi magia. Y es que bien podríamos llamarlo truco.
Una vez terminado ese primer borrador que tanto esfuerzo ha costado completar uno tiene la tentación de lanzarlo al mundo tal cual está: ahí va mi obra magna para deleite del universo. Craso error. Ese primer borrador estará plagado de erratas, incongruencias, errores tipográficos y todo tipo de aberraciones que, en el fragor de la creación, hasta el ojo clínico más entrenado puede pasar por alto. Naturalmente, antes de nada hay que darle un primer lavado básico: ortografía, gramática, sintaxis, concordancias, redundancias, etc. Como decía mi profesora de escritura preferida «lavar, peinar y perfumar» el texto. Hay técnicas y herramientas para ello y serían materia para otra entrada. Porque donde verdaderamente se produce la magia es en el siguiente paso del proceso: el cajonazo.
Consiste en guardar el preciado y adecentado primer borrador en un cajón durante un tiempo prudencial. Esto varía: hay quien dice que por lo menos tres meses, otros seis. Aquí cada cual tendrá que adaptarse a sus circunstancias. El objetivo final es que uno se olvide de lo escrito lo suficiente como para que luego, al corregir, lea el borrador como si fuese de otra persona, de modo que pueda juzgarlo con la mayor objetividad posible y ver sus fallos. En mi caso, sé que ha pasado el suficiente tiempo cuando puedo leer frases que no recuerdo haber escrito.
Hace falta cierta disciplina para no abrir el cajón antes de tiempo, es verdad. Pero lo cierto es que cuanto más tiempo pase, mejores y más despiadadas serán las correcciones.
El borrador de la segunda aventura del niño detective Juanito Sagaz, que es una obra corta, ha dormido el sueño de los justos durante un par de meses de este verano. En estos días lo estoy corrigiendo y, ¿saben qué? Sí, el truco ha vuelto a funcionar.
¡Buena lectura y mejor corrección!